Lecciones de una pandemia

Dios escribe derecho con renglones torcidos. La homilía de Su Santidad, previa a la bendición extraordinaria Urbi et Orbe, nos dejó una serie de enseñanzas que, seamos o no cristianos , debemos contemplar. Y es que un episodio tan duro como este, es una fuente inmensa de revelaciones para quien sepa analizar suficientemente los hechos.

2020 pasará a la historia como el año de la gran pandemia del COVID-19. Aún con una mortandad mucho menor que la Gripe Española de 1918, este virus se está llevando por delante la vida e ilusiones de muchas personas, de demasiadas personas. No quiero imaginar lo que habría supuesto la lucha contra el Coronavirus con el sistema sanitario existente a principios del siglo XX.

El castigo que vino de Asia

Lo que en España está siendo un mal sueño de primavera tuvo su origen en la exótica, a la par que poco transparente, China. En su viaje hacia el oeste, a través de Italia, nos dio la oportunidad de prepararnos basándonos en la experiencia acumulada en los lugares donde ya había azotado con taimada crueldad. Pero –primera lección–  las personas que los españoles (algo menos de la mitad) habían puesto al timón de nuestros destinos, no supieron (o no quisieron) ver la negra y amenazadora sombra que cubriría la luminosidad de esta estación. La soberbia es la madre de todos los pecados, y su poder devastador se acrecienta cuando se une al empeño de un gobierno, vacío de formación técnica y humana, por anteponer su agenda de marxismo cultural al bienestar del pueblo.

La banalización inicial en la que todos incurrimos –nos lo presentaron como una fuerte gripe- no impidió que la mayoría rectificáramos y percibiéramos la gravedad que representaba la rapidez y facilidad de los contagios. A esto se unía el hecho de que, aunque afectaba con mayor virulencia a personas mayores y con patologías previas, resultaba letal también para personas jóvenes y sanas.

Desde entonces el valiente pueblo español, unido en torno a un objetivo común y superior, tiene que seguir viendo como el gobierno ilegítimo sigue yendo al rebufo de los acontecimientos. No está dispuesto a poner en peligro la consecución de su agenda para implementar su adoctrinamiento, mientras la población se afana en recuperar su forma de vida. Y es que –segunda lección– depositar un voto nos hace responsables de las actuaciones que los destinatarios del mismo desarrollen con posterioridad…aunque no veo a ninguno de los integrantes del gobierno y su entorno dispuestos a asumir esas responsabilidades.

Punto de inflexión social

Esta lamentable situación está sacando lo mejor y peor de cada uno.

Las penosas manifestaciones globales de egoísmo e insolidaridad (peleas en supermercados, incumplimiento del confinamiento domiciliario, manifestaciones tendentes a minusvalorar el derecho a la vida de aquellos a los que les debemos nuestra sociedad actual…) están siendo ampliamente superadas por la generosidad sin límites y valiente entrega de todos esos profesionales que luchan sin tregua contra el enemigo común.

La valoración social de sanitarios, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, UME, transportistas, empleados de supermercados y benefactores en general subirá muchos enteros tras esta crisis sanitaria.

Y la Iglesia, llenando de esperanza a los que más duramente están siendo golpeados por esta cruel y punitiva calamidad. Actuando como faro de todos los que, por fin, han encontrado en este confinamiento obligado, el silencio necesario para replantearse sus prioridades en la vida y las fuerzas necesarias para salir de la corriente, vertiginosa e impersonal, en la que nos sume el rebaño acrítico en el que nos movemos día a día.

Dimensionar el problema

Todavía hay quien no se ha dado cuenta de la verdadera dimensión del problema.

A veces, cuando hablo con personas que, gracias a Dios, no han experimentado la feroz mordedura de la bestia vírica en su entorno, me invade idéntica sensación a la experimentada cuando hablaba de terrorismo con alguien que vivía fuera de Vasconia o el Reino de Navarra.

Por aquel entonces yo era estudiante en Pamplona y tenía muchos amigos que sufrían en sus carnes la vil persecución del entorno proetarra…incluso la amenaza directa de los terroristas.

Cuando salía del ambiente donde se convivía con la amenaza y hablaba del tema con personas distantes geográficamente del mismo, comprendía lo difícil que es dimensionar un problema cuando no te afecta directamente.

Se me cae el alma a los pies cuando un familiar, cardiólogo en una de las zonas donde el virus está golpeando con mayor intensidad, me cuenta cómo tienen que decidir a quienes le aplican respiradores y a quienes no, como tienen que consolar a terminales ante la imposibilidad física de contar con sacerdotes, o sedar a los moribundos para paliarles la agónica muerte a la que los somete la falta de oxígeno.

Imposible empatizar lo suficiente para saber por lo que están pasando esos sanitarios que vuelven a casa exhaustos, tras haber estado todo el día en primera línea de combate. Si no tienen familia, intentarán descansar sin nadie que les de aliento para la nueva batalla del día siguiente; si la tienen, soportarán la pesada espada de Damocles que supone la posibilidad de llevar la infección a su hogar. O ese enfermo aislado en el hospital, enchufado al respirador si ha tenido suerte y con la amenazante sombra de la Parca envolviéndolo todo, amenazando con robarle hasta la última despedida de sus seres queridos.

Demos gracias a Dios

¿Podemos quejarnos por estar confinados en nuestros hogares? ¿Qué supone un mes en toda una vida? ¿Y si convertimos este “arresto domiciliario” en una oportunidad?

Una oportunidad de estrechar lazos con nuestros familiares, de convivir intensamente, de hablar con calma y en profundidad, de “hacer más familia”.

Una oportunidad de conocernos mejor, de parar y tomar perspectiva, de envolvernos en ese silencio que nos niega la vorágine del consumismo imperante.

Una oportunidad de crecer en nuestra vida espiritual, de revitalizar el alma, de situar la trascendencia en el lugar de privilegio que a veces olvidamos.

Una oportunidad de practicar la austeridad, de prescindir de lo superfluo, de hacer de la solidaridad y la generosidad caracteres que presidan nuestra vida.

Y todo esto sin olvidar dos cosas muy importantes:

Agradecer a todos los que están arriesgando sus vidas para que el resto podamos estar a salvo y evitar el zarpazo de la enfermedad. Recemos por ellos.

Exigir las responsabilidades pertinentes a quienes no han querido anteponer la importancia de la vida humana y el bienestar social, a su agenda superflua de ingeniería social. Porque sus ansias de poder se están saciando con nuestros muertos.

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